CUENTO EN NAVIDAD

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Se dejó acariciar por el sol que brillaba, casi sin calentar. Poco a poco fue girándose, estirando cada parte de su cuerpo, buscando con anhelo un calor que sentía como necesario. Sabía que era invierno por la posición del sol —no era su primer invierno—, pero no estaba muy seguro del día; fijándose un poco más dedujo que hacía poco que había comenzado la estación, por lo que aprovechó con mayor placer este sol, por inesperado. Los últimos días no había dejado de llover, llenando todo de humedad, gotas de agua que impregnaban la tierra y se deslizaban por cualquier superficie. El sol, aunque débil, lograba evaporar parte del agua provocando una bruma baja que revestía el paisaje de cierta nostalgia.

Desde donde estaba podía ver cómo la calle se iba llenando de vida. Las voces que se oían estaban teñidas de excitación, como anticipando algo que él no alcanzaba a comprender del todo. Le hubiera gustado comentarlo con alguien, preguntar qué pasaba, pero hacía días que nadie le visitaba. El invierno era una época solitaria, no como la primavera o el verano, cuando muchos insectos se dejaban caer por aquí, frenéticos en su vuelo, como si supieran que el calor no duraría mucho. Hubiera estado bien poder preguntar a qué venía tanta fiesta a alguno de los pajarillos que a veces se posaban cerca, saltaban de rama en rama o picoteaban algo en el suelo, o se limitaban a cantar esas melodías que alegraban todo.

No se quejaba por su soledad, no conocía otra cosa, excepto por esas visitas ocasionales y la de su vecina. Se trataba de una chica solitaria como él. Solía verla a través de la ventana, sentada en el sofá, leyendo. Siempre estaba leyendo, en silencio, y de vez en cuando alzaba la vista y miraba en su dirección, con media sonrisa colgando de los labios. A veces, dejaba el libro y salía al balcón, inspeccionaba atentamente sus hojas, comprobaba que la tierra tuviera suficiente agua y, cuando era necesario, le regaba un poco. A Limonero le gustaba especialmente cuando usaba agua caliente en los días más fríos, le hacía sentir como si recibiera un masaje hasta las raíces. Pero hacía un par de días que apenas la veía.

No era la primera vez que se ausentaba y siempre había terminado por volver. Recordaba con cierta angustia una vez que estuvo fuera por lo menos una semana. Él había llegado hacía poco, todavía se estaba acostumbrando a su nuevo hogar en el balcón, cuando de pronto, un día, sin previo aviso, ella dejó de salir a verle, y tampoco lo hizo al día siguiente. La puerta que les separaba estaba oculta por una persiana, cosa que casi nunca sucedía. Hacía bastante calor en esa época, y empezó a notar sed. Al principio no se preocupó, pero a medida que la tierra se resecaba a su alrededor la angustia fue en aumento. Trató de pedir ayuda a alguna de las abejas que se alimentaban de sus flores, pero estaban demasiado ocupadas. Cada día que pasaba se iba sintiendo peor, la sed empezaba a ser insoportable y no tenía forma de ponerse a la sombra, sólo la noche le daba alguna tregua. Sabía que había sido imprudente por beber sin preocuparse, pero ya no había remedio. A medida que los días pasaban sus hojas fueron perdiendo la forma, se encogió sobre sí mismo, dejó que las ramas colgaran inertes tratando de ahorrar fuerzas, ya no notaba el paso de los días y se limitó a apurar alguna gota de agua que encontraba al fondo del tiesto. Sólo la esperanza le mantenía con vida, una esperanza infantil y optimista, quería creer que ella volvería. Finalmente la persiana se abrió. Con las pocas fuerzas que le quedaban pudo notar la preocupación en los ojos de la chica, debía ofrecer un aspecto lastimoso y apagado, porque ella examinó con cuidado sus tallos, las hojas medio marchitas y se apresuró a bañarle, el agua inundó todo, un agua fresca que removió la tierra hasta las raíces, desbordando los límites del tiesto. Lo hizo cada uno de los días siguientes, añadió abono a la tierra medio reseca,  movió un poco el tiesto buscando la sombra y le visitó a menudo, hasta que, poco a poco, Limonero se recuperó.

Limonero se sentía agradecido. Lo insectos le contaban que a otras criaturas no les iba tan bien. Él no tenía que compartir el tiesto, las vistas hasta la montaña le permitían soñar que viajaba y conocía otros lugares. Gozaba de algunos lujos inusuales, a veces, hasta podía ver la televisión, aunque no entendía mucho de lo que allí pasaba. Y no tenía que trabajar, su vecina le daba comida y agua, le limpiaba las hojas y no le pedía nada a cambio.

Esa mañana soleada y fría, entre las conversaciones que llegaban hasta su balcón se oía sin parar una palabra, Navidad. Todo el mundo lo comentaba sin parar, los planes que tenían, las personas con las que se iban a reunir, los regalos que había que comprar, los que se recibirían. Le pasaba como con la televisión, no terminaba de entender de qué iba el asunto ni por qué la gente estaba tan contenta.

Estaba decidido a encontrar una respuesta, era un limonero curioso, y descolgó un par de ramas por el balcón tratando de ver qué ocurría en los otros pisos. A su izquierda no había nadie, debajo de este sólo estaba un chico con sus gatos y parecía aun más solitario que su vecina, pero justo debajo vivía una familia y, a veces, se divertía espiando al chico. Estuvo mirando un rato cómo decoraban la casa con adornos. Nunca antes lo habían hecho. Ponían figuritas como simulando un pueblo, habían colgado guirnaldas de colores por encima de los muebles del salón y, en una esquina había un árbol del que habían colgado bolas de colores y luces brillantes. El árbol se veía ridículo con todos aquellos adornos. Si se fijaba bien se daba cuenta de que se parecían, pero tampoco tanto; era un árbol, evidentemente, pero parecía una pirámide, las hojas tenían forma de aguja en lugar de ser anchas y planas como las suyas y el tronco se erguía recto. Y debía de comer muy poco, porque estaba sobre un tiesto diminuto, sin plato ni nada. Era como si estuviera mirando a un primo muy lejano. Trató de llamar la atención de este primo golpeando apenas el cristal, pero no consiguió más que atraer la atención del chico, que miraba en su dirección sorprendido.

Esa excursión por la fachada terminó por confundirle más que aclararle alguna cosa y optó por una retirada a meditar. Tan absorto estaba que, al principio, no reparó en el gorrión que escarbaba en la tierra de su tiesto buscando algo que comer. Hasta que un picotazo le rozó y aprovechó para preguntar todo lo que le inquietaba. El gorrión, al que había visto crecer en el nido del tejado de enfrente le explicó, dándose mucha importancia, como si lo supiera todo, que la Navidad era una fiesta muy especial. Que había un montón de tradiciones raras, como abrazarse y besarse todo el tiempo, sonreír aunque no se tuvieran ganas, comer mucho, incluso sin hambre, decorar la casa como si todos los días fueran fiesta y vestir un abeto con guirnaldas, bolas y luces de colores para que Olentzero, Papá Noel y los Reyes Magos depositaran regalos. Cuando Limonero quiso saber qué era un abeto, el gorrión, muerto de la risa, le explicó que era un árbol, claro. Y aún se rió más, tanto que casi se cae del tiesto, cuando Limonero quiso saber si él era un abeto. Desde luego que no—le dijo entre carcajadas—, tú eres un limonero, y a los limoneros no se les puede decorar en Navidad.

El limonero, cuando por fin se marchó el gorrión, pensó si la chica celebraría la navidad, porque es lo que, al parecer, hacía todo el mundo. Si celebraría fiestas, sonreiría todo el tiempo mientras comía sin parar, abrazaría y besaría a un montón de gente, adornaría la casa y, para tener regalos, le cambiaría por un abeto al que vestir con luces y bolas de colores. Y se puso triste, y dejó que las ramas colgaran sin fuerzas junto a su tronco. El sol dejó de calentar y no le parecía ya tan brillante. Y lamentó no haber sido más amable con su vecina, no haberle agradecido que le regara y le limpiara las hojas, que moviera el tiesto para que le diera la sombra, que saliera a verle al balcón.

Esa noche, mientras la chica leía en el sofá, trató de decirle lo contento que estaba de que fueran vecinos, y rascaba el cristal que les separaba queriendo llamar su atención. Al cabo de un rato, ella levantó la vista del libro, intrigada por un ruidito que no lograba ubicar. Debía de hacer bastante aire, pensó, porque el limonero no dejaba de agitarse y una rama golpeaba el cristal. Bajó la vista y siguió leyendo, ignorando el chirrido hasta que éste cesó.

Al día siguiente Limonero despertó a la vez que salía el sol. Había dormido fatal. Su intento de hablar con la chica había fracasado miserablemente y le dolían las puntas de las ramas de golpear el cristal, por no hablar de las hojas que había perdido de tanto agitarse. Pero había tomado una decisión y estaba dispuesto a hacer lo que fuera necesario para que ella supiera cuánto apreciaba sus cuidados. Hasta tenía un plan.


A María no le gustaba especialmente la Navidad. Eran días raros, tanta alegría sin necesidad, tanta fiesta, tanto alboroto por nada. Claro que disfrutaba de ver a su familia, a los amigos, y del tiempo libre que siempre echaba en falta, pero todo este alboroto llegaba a resultarle pesado. Lo único que quería al final de las fiestas era que la dejaran en paz con sus libros. Por suerte, los días estaban siendo soleados, perfecto para salir a pasear y alejarse un poco del bullicio. Y resultaba especialmente placentero sentarse a leer y dejar que el sol que se filtraba le calentara un poco la cara. Desde el sofá podía ver el limonero, un pequeño regalo que se había hecho para que le hiciera compañía, toda la compañía que podía hacer un árbol, claro. Se sentía muy orgullosa de él. Había estado a punto de perderlo durante unas vacaciones, hacía dos veranos, pero se había recuperado muy bien y ahora lucía verde y hermoso.

Sin embargo, había notado que le pasaba algo raro. Había examinado con cuidado las ramas y la hojas, por si hubiera algún parásito, y también se había asegurado de abonarlo y regarlo. Aunque todo parecía en orden, se agitaba sin razón cuando no había viento, la sorprendía cuando las ramas golpeaban el cristal, y aunque había probado a mover el tiesto, siempre se las apañaba para llegar. Incluso lo había visto descolgarse por el balcón un día cuando regresaba a casa, pero al subir, el limonero permanecía en su sitio, con aire de no haber roto un plato, si es que eso fuera posible en un limonero. Le gustaba mirarlo a través de la ventana, ver las hojas nuevas que iban saliendo, o, si era la época, abejas y otros insectos revoloteando de flor en flor, haciendo posible que diminutos botones terminaran convertidos en limones.

La mañana de Navidad María se levantó temprano. No tenía nada especial que hacer hasta la  hora de comer, pero el diminuto rayo de sol que se filtraba hasta la almohada la decidió a salir. Desayunó con calma, dejó que el café cargado disipara el sueño y se vistió. Desde la ventana de la cocina se veía un cielo despejado, pero pensó salir al balcón y comprobar la temperatura, no quería llevar demasiada ropa durante el paseo ni quedarse corta.

Al abrir la puerta se quedó de piedra. El limonero, su limonero, parecía un abeto. Se había estirado, recogiendo algunas ramas hacia arriba. Las hojas estaban enrolladas como para parecer agujas, y los limones, desde los más verdes a los más amarillos, colgaban como bolas de navidad. Un gorrión, sobre el borde del tiesto, piaba desafinando, y había abejas, abejorros, mariquitas e insectos que no sabía identificar, zumbando entre las ramas, apareciendo y desapareciendo como si fueran luces. Lo más extraño de todo fue que el limonero, su limonero, parecía sonreír, si eso fuera posible, y María, a pesar del susto, sonrió también pensando, esto, cuando lo cuente no se lo van a creer.

 

2 Thoughts on CUENTO EN NAVIDAD

  1. Muy bonito

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    • Muchas gracias! Lo mejor de las historias son las personas que las disfrutan y comparten.

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