LA BODEGA o cómo un libro puede obrar su magia

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La bodega es un cuento, una pequeña fantasía sobre los libros en cuanto herramientas para desarrollar el pensamiento crítico, que nos permiten elevarnos sobre la gris cotidianidad. También es un humilde homenaje a quienes los hacen posibles, desde quienes escriben hasta quienes facilitan que cada libro llegue al lector adecuado, lo sepa éste o no.

LA BODEGA

Aquel 20 de enero había amanecido con una fina capa de hielo cubriéndolo todo, dando a las casas un aspecto como de pastel con azúcar glass. Y no sólo las casas, el blanco se extendía hasta donde alcanzaba la vista, añadiendo una capa escarchada a todos los elementos, las hojas que había desperdigadas por el suelo desde el pasado otoño parecían joyas en miniatura, los árboles eran albinos, los prados, pistas de hielo. A esa hora tan temprana el pueblo parecía muerto, no se escuchaba ni un ladrido de perro despistado, tan solo las volutas de humo que se veían repartidas aquí y allá, saliendo perezosas por las chimeneas, permitían adivinar que algún tipo de gente lo habitaba.

Elisa, como cada mañana, se había despertado con la primera luz del alba. Llena de energía, había desayunado unas migas de pan con leche para, a continuación, como impulsada por una fuerza invisible, pasar el plumero, barrer, ventilar, frotar, sacudir y eliminar cada mota de polvo visible o invisible. Se podría decir que había masajeado su hogar, como si ese ritual matutino fuera el encargado de dotar de calidez la estructura de piedra y madera que habitaba. Como toque final, abrió la puerta que daba a la calle dispuesta a cepillar la entrada a la casa, cuando escuchó un golpe seco contra el suelo. Sorprendida por lo insólito del ruido, a una hora tan temprana, se agachó despacio hasta tocar con la punta de su dedo el objeto que había provocado el alboroto. Era rectangular, de unos veinte por quince centímetros, suave al tacto, aspecto brillante, con unos dibujos que, entonces, fue incapaz de descifrar. Decidió levantar lo que parecía una tapa y ver qué había en su interior. Decepcionada al constatar que sólo eran más láminas finas de papel, llenas de dibujos como los de la tapa, trató de barrerlo de su puerta pero no pudo. Finalmente, contrariada por la resistencia de aquel objeto a abandonar su porche, le pegó un puntapié hasta depositarlo en la acera, y con dos escobazos enérgicos consideró que ya había terminado por hoy.

Elisa salió a hacer los recados poco después. Casi tropezó con aquel objeto que, desamparado, dejaba que una brisa gélida agitara sus hojas, y sintió lástima. Resoplando con fastidio, recogió aquello del suelo y decidió que se lo enseñaría al cura, que él sabría de qué objeto se trataba y qué había que hacer. El murmullo de voces ya se oía desde la calle. La casa del cura, situada frente a la pequeña iglesia de mampostería, tenía un patio acogedor con frutales que daban sombra en verano, aunque en ese momento se veía repleto de vecinos que agitaban objetos similares, en dirección a un párroco que, desbordado, agitaba las manos, a su vez, pidiendo calma mientras decía: “!Tranquilos! Se trata de libros. No pueden haceros daño.” Y lo repetía una y otra vez sin que sus palabras parecieran surtir el menor efecto entre los sorprendidos vecinos. Elisa divisó a las chicas del grupo de la parroquia y allí se enteró de que había aparecido un objeto de esos en cada casa del pueblo, incluso en las más alejadas, hasta en las más pequeñas, y que todos eran diferentes.

Como quiera que el cura aún se debatía ante la posible naturaleza del fenómeno, y se rumoreaba que el alcalde había ordenado a Eladio y Elpidio, pareja de la autoridad competente, que detuvieran, por sospechoso, a todo aquel con aspecto de tener “libros”, Elisa concluyó que, si quería llegar al fondo de este asunto, tal vez su única opción fuera la bruja. Ni corta ni perezosa echó a andar hacia su casa, situada a unos cinco kilómetros del pueblo, al final del camino que serpenteaba por la Loma arriba, acarreando su ejemplar. A decir verdad, pensó Elisa mientras caminaba, nadie sabía muy bien quién era esa bruja, difícil de ver aun cuando todos supieran dónde vivía. Se comentaba, siempre entre susurros, que había tenido un nombre de verdad que ya nadie recordaba, como tampoco recordaban que había sido tan hermosa que todos los hombres del pueblo la amaban, más o menos en secreto. Nadie sabía decir ya por qué un día, hacía muchos veranos y la misma cantidad de inviernos, se había recluido en la aldea más alejada, lejos de miradas indiscretas o narices inoportunas que se metieran en sus asuntos.

Al cabo de una hora de caminata, la puerta de la casa de la bruja se abrió, sin que los nudillos de Elisa llegaran a golpear siquiera. Permaneció de pie en la entrada, ora apoyándose en el pie derecho ora en el izquierdo, sin decidirse a entrar, hasta que la bruja, sonriendo al ver su turbación, le había invitado a pasar, indicando con un gesto, que tomara asiento junto a la trébede. Había escuchado, con interés, el relato de Elisa, y esperó a que terminara para preguntar si había traído su ejemplar. Elisa se lo ofreció temerosa, casi sin atreverse a tocarlo, y reparó en el gesto de emoción que asomó a la cara de la bruja, que murmuró cantarina: “Cien años de Soledad”, mientras lo acariciaba. Ojeó, despacio, el libro, deslizando los dedos a través de las páginas, leyendo párrafos sueltos. Acercándolo a la nariz aspiró el olor a nuevo, un olor capaz de transportarle hasta una infancia casi olvidada, en la que ese aroma siempre era promesa de dicha y aventuras.

La bruja trató, entonces, de explicar a Elisa lo que era un libro y para qué servía. Que lo que ella llamaba dibujos eran, en realidad, letras, que colocadas en el orden preciso tenían la capacidad de construir palabras, que a su vez permitían construir frases y que con muchas frases se tenían historias o pensamientos. Ante la cara de incredulidad de Elisa, le contó que antes de la guerra todo el mundo tenía libros, incluso allí, en aquel pueblo perdido entre montañas. Le explicó que a los niños se les enseñaba a leer y a escribir en la escuela, y a continuación, le mostró lo que significaba “leer” y “escribir”, y luego “escuela”.

libreria escalera

Algo en el rostro de Elisa, tal vez una chispa de inteligencia, animó a la bruja a continuar. Antes de la guerra, hacía mucho tiempo, se llamaba Minerva y regentaba una librería, cerca del ayuntamiento. La fachada principal daba al sur, y a través de la cristalera entraban los rayos del sol, iluminando las estanterías repletas de libros. Allí los tenía de todo tipo, novedades y libros antiguos, novelas, libros de viaje, y toda una sección para niños bajo la escalera que daba a la entreplanta. La gente venía a comprar desde los pueblos de alrededor, a menudo le pedían consejo, y ella trataba de emparejar los libros con las personas adecuadas, aquellas que mejor iban a disfrutarlos, aquellas que, de verdad, podrían apreciar el tesoro que les entregaba. Después todo cambió. La gente dejó de comprar libros de la noche a la mañana. Se oía por ahí que leer estaba anticuado, que los libros no servían para nada, que eran una pérdida de tiempo. Los niños dejaron de buscar los tesoros bajo la escalera. Las personas dejaron de tener cosas interesantes que decirse. Se olvidaron palabras. Cuando empezó el conflicto, Minerva cerró la tienda y se fue a vivir a la aldea. Para entonces, ya circulaban rumores maliciosos sobre ella y pensó que había llegado la hora de vivir sola y esperar.

No sé cómo fueron a parar todos esos libros al pueblo, —dijo Minerva, en respuesta a una pregunta que nadie había formulado, mientras pedía a Elisa que le acompañara, — pero tuve un ejemplar muy parecido al tuyo, que guardaba por aquí.

Durante los últimos meses, en el tiempo que Elisa había pasado con Minerva, aprendiendo a leer, no había reparado en el cuarto al que se dirigían. Se sorprendió, pero sólo un poco, no más que con la magia que había descubierto en los libros, todos esos mundos soñados por alguien que, cuando escribía, parecía hablar directamente a tu corazón. Con una llave de hierro, de esas de cerradura de iglesia, la bruja abrió la puerta de la bodega. Ante los ojos de Elisa se desplegó un abanico de estanterías repletas de libros, ordenados por orden alfabético. En la correspondiente a la letra ce había un hueco, cuya forma parecía hecho a medida de aquel libro que, una mañana blanca, se había materializado ante su puerta. Para cuando quiso señalárselo a la bruja, ésta había desaparecido, y la llave se acunaba en su mano.

libreria alto

2 Thoughts on LA BODEGA o cómo un libro puede obrar su magia

  1. Oh!! Precioso!!! Como todo lo que sale de Urrike..un placer de lectura.

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