EXPOSICIÓN

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Hoy tenemos el placer de presentar el relato ganador del I Concurso de Relato corto de Urrike Liburudenda, en la categoría de mayores de 17 años.  Se trata del relato Exposición, donde Miguel, el autor, nos habla de otro creador, un escultor en este caso, demasiado crítico con su obra y con mucho apego a una escultura en particular. A veces las cosas no son lo que parecen. Esperamos que disfrutéis tanto como nosotros de esta historia. ¡Gracias por tu relato, Miguel, y enhorabuena!

 

Exposición

 

Oyó cómo colgaban al otro lado del teléfono. Se quedó mirando la pantalla del móvil y sonrió como si hubiera visto algo gracioso. Sintió el nerviosismo en su estómago. Aquella llamada podía ser su última oportunidad.

Igor había recibido el aviso de embargo de su casa apenas unos días antes. Llevaba meses sin pagar la hipoteca y el banco le había anunciado que no habría más prórrogas. Un mes más y tendría que abandonar su hogar.

Su pareja, Idoia, le había dejado seis meses atrás. Las discusiones se habían vuelto casi permanentes. Ella le había amenazado con abandonarle si no buscaba “un trabajo de verdad”. “¡Cómo que un trabajo de verdad!” había espetado él. El arte, la escultura, era un trabajo de verdad. Por supuesto que lo era, pero en los últimos 15 meses apenas había vendido dos esculturas pequeñas que no le habían reportado más de 1000 euros. Ella había aportado el dinero necesario para ir pagando la hipoteca, pero finalmente había cumplido sus amenazas; un día, al volver del estudio, encontró una nota sobre la cama y el armario vacío.

Pero su mala suerte podía llegar a su fin. Acababa de recibir una invitación para una importante exposición que se celebraría en apenas tres semanas. Por supuesto, había confirmado que contaba con las obras necesarias y había aceptado sin pensarlo. Le permitirían exponer seis piezas en expositores de medio metro cuadrado de superficie. Era el espacio que le ofrecían y no era negociable. Miró a su alrededor y vio docenas de esculturas que podría presentar atendiendo a las condiciones, pero se le encogió el estómago al reconocer que probablemente ninguna de ellas era lo suficientemente buena.

Sus obras fusionaban la piedra y la madera de una forma muy personal. Aquel era su sello de identidad, pero necesitaba una escultura que resultara un revulsivo, algo que relanzara su carrera.

Pasó la noche sin dormir, dando vueltas en la cama, esperando un momento de inspiración que no llegó. Docenas de ideas sobrecargaban su mente, pero ninguna de ellas colmaba sus aspiraciones.

Como cada mañana, caminó los escasos 500 metros que separaban su casa de su pequeño estudio alquilado y que también llevaba dos meses sin pagar. Eligió cinco de las seis obras que llevaría a la exposición, porque tenía claro que la sexta estaba todavía por esculpir. A media mañana oyó voces en la calle. Salió y vio una pequeña manifestación. Eran mujeres trabajadoras de residencias, reclamando sus derechos. Le llamó la atención el vigor con el que gritaban sus proclamas, la decisión, la pasión que veía en ellas. Pedían lo que era justo y lo hacían convencidas de sus posibilidades.

Entró en el estudio y cogió un bloque de piedra virgen. Representaría en su escultura la lucha de aquellas mujeres. Trabajó sin descanso, perdiendo la noción del tiempo, hasta que el dolor en las manos y en la espalda le recordó que no había comido nada y ya era de noche.

Así pasó dos semanas, trabajando como no lo había hecho en mucho tiempo, abrigando otra vez la emocionante sensación de sentirse un artista. Insertó, como siempre, fragmentos de madera tallada en su obra, y finalmente pulió la piedra hasta conseguir un brillo casi cristalino. Parecía un bloque de hielo con formas de mujer. Miró satisfecho el resultado y pensó que ya solo faltaba un título. Lo tenía claro: “Mujeres de hielo”.

Había olvidado los nervios que se pasaban en la inauguración de una exposición. Le sorprendió ver a Idoia. Todavía la amaba, y tal vez ella siguiera queriéndole. Él se mostró entusiasmado con su última obra, y ella le deseó suerte antes de abandonar el recinto, con aquella media sonrisa que él tan bien conocía, y que no expresaba más que su falta de confianza en su trabajo.

Por las diferentes salas del local desfilaron camareros con bebidas y canapés, y una vez terminaron, la directora reclamó la atención de todos los asistentes para hablar sobre la exposición. Su agente aprovechó para comunicarle que había vendido dos de sus piezas por 600 euros cada una. No era una mala noticia, pero le disgustó saber que nadie se había interesado por su obra central.

Súbitamente, el discurso se vio interrumpido por un golpe seco. Segundos más tarde un grito estridente inundó las salas del local. El grito procedía de la zona en la que se encontraban sus esculturas. Corrió hacia allí junto al resto de artistas y potenciales compradores, y no pudo más que llevarse la mano a la boca al ver el cuerpo de un hombre que yacía en el suelo, rodeado de un charco de sangre que manaba de su cabeza. El arma utilizada, su obra maestra, de más de siete kilos de peso. Lo que había comenzado como una noche esperanzadora, se había convertido en una pesadilla.

Bien entrada la madrugada, entró en casa, tras haber prestado declaración. No había visto nada, pero nadie salió de la sala sin haber sido interrogado. Aunque por lo visto, las cámaras habían servido para identificar al asesino.

Tres días más tarde, recibía la notificación de que podía recoger su escultura. Ya había sido analizada y limpiada. Lo habían hecho en un plazo muy inferior al que él había imaginado, lo cual le resultó gratificante.

Ese mismo día, recibió una llamada de su agente. Había recibido una oferta de 3000 euros por “Mujeres de hielo”. Jamás había vendido una de sus obras por un precio tan elevado, pero algo en su interior le hizo rechazar aquella oportunidad; quería conservar la pieza para sí mismo. Después pensó en la ejecución hipotecaria, pero 3000 euros no iban a solucionarlo, así que no se arrepintió de no aceptar la oferta.

Faltaban cinco días para el embargo. Tenía la mayoría de sus pertenencias ya empaquetadas, pero la escultura seguía presidiendo el salón. La observaba como si nunca la hubiera visto, cuando una nueva llamada de teléfono le sobresaltó. Era su agente; tenía una nueva oferta por 12000 euros. Sin querer, con mano temblorosa, presionó el botón de colgar. ¿Quién podía ofrecer semejante cantidad de dinero por una escultura suya? No quería venderla a algún fetichista que quisiera comprarla porque era el arma de un asesinato. Llamó a su agente y le preguntó por el o la compradora. “No quiere dar su identidad. Si aceptas, mandará a un mensajero para recogerla”.

Miró las cajas a su alrededor y decidió que no podía rechazar la oferta. Todo tenía un precio, y probablemente aquel dinero podía detener el embargo de su casa.

Sonó el timbre. Abrió la puerta y recogió el pesado paquete. Lo abrió y lo sostuvo con dificultad entre sus manos. “A ver dónde pongo esto” se dijo Idoia. “Es la última vez que te ayudo” murmuró, mientras miraba la foto en la que aparecía junto a Igor a los pies de la Torre Eiffel.

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