LA BATERÍA o cómo nos puede cambiar la tecnología

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La batería pretende ser un entretenimiento, poco más que una reflexión, sobre cómo la tecnología nos va cambiando sin saberlo siquiera. Y como todo lo que nos cambia, a veces es para mejor y otras, pues no tanto.

LA BATERÍA.

Llegaba tarde al trabajo. No sabía por qué, pero el despertador no había sonado y, a falta de alarma, siguió dormido como si nada, hasta que una sensación entre molesta e inquietante se coló en su conciencia. Aún era de noche y hacía frío. Para no agravar la situación, omitió ducha y desayuno, optando por vestirse con lo primero que encontró tirado en la silla, a condición de que no oliera demasiado mal. Se colgó la mochila al hombro y salió dando un portazo, sin detenerse ni a comprobar que la puerta hubiera quedado bloqueada. Si conseguía coger el siguiente metro, tal vez no llegara demasiado tarde; ya era la tercera vez este mes y no sabía cómo podría justificarlo. Con un último esfuerzo alcanzó el andén por los pelos y saltó dentro del vagón. Miró a derecha e izquierda hasta localizar un asiento vacío, y se dejó caer con un suspiro de alivio. Aunque el trayecto no era demasiado largo hasta su oficina, situada en el centro de la ciudad, sacó el móvil y empezó a revisar los mensajes que habían entrado durante la noche. Apenas si les concedía un vistazo antes de eliminarlos, la mayoría formaban parte de cadenas, nada personal, nada que fuera dirigido específicamente a él, sólo cosas que alguien había creado y que le llegaban de segunda mano, usados, manoseados, enviados de grupo en grupo. Hoy no había ninguno, pero había mañanas en que el mismo chiste le llegaba por quintuplicado, y ni siquiera la primera vez tenía gracia.

Un pequeño bip le informó que la batería estaba al cincuenta por ciento. Con el ceño fruncido, rebuscó en la mochila hasta dar con el cable y la batería de repuesto que siempre llevaba consigo. Pensaba que lo había dejado cargando por la noche. Conectó la batería, verificó dos veces que se iniciaba la carga y respiró aliviado. Esta mañana, él también se sentía como si no hubiera recargado las pilas totalmente. Tal vez había tenido alguna pesadilla, aunque no lo recordara. Guardó el teléfono en el bolsillo y tomó posiciones ante la puerta del vagón, si quería llegar a tiempo tendría que salir disparado, esquivar a la gente en las escaleras mecánicas y correr hasta la oficina.

Entró en el edificio con los rezagados y consiguió fichar a tiempo. La ropa se le pegaba al cuerpo por el sudor y suponía que ofrecía un aspecto más desaliñado que de costumbre, por la mirada de abierto reproche que le dirigían algunos compañeros. Se desplomó en la silla de su cubículo, dejó la mochila en el suelo y miró el móvil. La batería estaba al cuarenta por ciento. Verificó el cable, del que colgaba una batería ahora inerte. No podía ser, estaba llena cuando la había conectado en el metro. Rebuscó en el primer cajón de su mesa hasta dar con el adaptador y enchufó todo a la red eléctrica. Esperó, en vano, el familiar pitido de conexión; conectó y desconectó varias veces, cambió los cables de sitio, probó varios enchufes, dio unos golpecitos, luego volvió a repetir el proceso sin que se apreciara cambio alguno. Fue hasta al cubículo de Pedro y le pidió prestado un enchufe. De vuelta a su sitio, vuelta a conectar y reconectar y, finalmente, maldecir, el bip seguía sin aparecer. De repente, se sintió muy cansado. Miró el teléfono con abierta hostilidad y a punto estuvo de lanzarlo contra la pared. Se arrepintió de inmediato, lo depositó en la mesa con suavidad y acarició la pantalla, como pidiendo perdón. Optó por ponerlo en modo ahorro.

La mañana transcurría lentamente. Columnas de datos desfilaban ante sus ojos como una cascada de ceros y unos que solo tenían algún sentido para él. De vez en cuando anotaba algo en una libreta, lo que no dejaba de ser un anacronismo, uno de esos detalles que le gustaba mantener, casi por rebeldía. Hubiera podido escribir directamente los comentarios en el programa que gestionaba los datos, pero le gustaba hacerlo usando una pluma, otra excentricidad, regalo de su padre cuando se graduó. De vez en cuando echaba un vistazo al móvil que colocado en un lugar bien visible de la mesa hoy permanecía anormalmente silencioso.

Empezó a sentir punzadas de hambre cada vez más agudas. Con las prisas, había olvidado coger la comida, que ahora descansaba inútil sobre la encimera de la cocina, y tuvo que bajar a la cafetería en la pausa del almuerzo. Pensó aprovechar la salida y tratar de cargar el teléfono allí. Se instaló en la mesa del rincón, pegado a la cristalera que daba a la calle. Mientras esperaba que le atendieran, conectó el teléfono al enchufe que sobresalía de la pared, como invitando a ser usado. El teléfono cobró vida de repente, emitió varios pitidos, vibró deslizándose por la mesa, la pantalla no dejaba de parpadear señalando los mensajes entrantes, empezó a sonar la llamada de un número desconocido que ignoró. Pidió la comida al camarero que esperaba, paciente, frente a su mesa. Estaba famélico, tuvo que reconocer, al terminar la hamburguesa, la de la casa, cuarto de libra de ternera con lechuga, tomate, queso, bacon y huevo frito, acompañado de unas patatas con generosa ración de salsa barbacoa. No olvidó aliñar la hamburguesa con mostaza, ni se privó de un trozo de tarta de chocolate a modo de postre, ni del café para acompañar. El sol brillaba a través de la cristalera y no invitaba a volver al triste cubículo desde el que desempeñaba un trabajo que, por lo que sabía, no le importaba a nadie. El teléfono mostraba batería al setenta y cinco por ciento. Se sintió mejor.

De vuelta al trabajo, datos y más datos, breves anotaciones en la libreta, mirada al teléfono, que vuelve a estar en modo ahorro, casi como él. Deja que los números desfilen antes sus ojos sin llegar a penetrar en su mente, que vuela lejos de allí a paraísos tropicales que nunca ha visitado. El breve murmullo que se propaga de cubículo en cubículo, como si todos despertaran a un tiempo, le hace saber que se acabó la jornada por hoy. No tarda en recoger sus cosas y enfilar el pasillo hacia los ascensores. Mientras espera su turno, Pedro le mira con gesto de asombro y le dice que parece que su cara esté parpadeando, pasando de un color pálido a un rojo intenso. Sobresaltado, cae en la cuenta de que ha olvidado el teléfono en la mesa, y soltando una imprecación, corre hacia allí. Tiene el pulso desbocado, la boca seca, le cuesta respirar. Empieza a sentirse mejor en cuanto coge el móvil. Comprueba, sólo por si acaso, que funciona. La batería está al quince por ciento. Va a tener que ponerlo a cargar enseguida.

Duda sobre si ir a casa primero o acudir directamente a su cita. Han quedado en un bar de moda, cerca de su oficina. No sabe mucho de ella, pero por lo que ha podido ver, parecen compatibles. Sabe que también trabaja en el centro, en alguno de los edificios acristalados que han crecido como buscando la luz, que tienen el mismo modelo de teléfono — el de ella un poco más nuevo— y que sale bien en las fotos. Mira la primera que le envió y recuerda que esta mañana no se ha duchado y apesta. Ya en su apartamento, pone a cargar el teléfono, que apenas marcaba un uno por ciento, y también la batería auxiliar. Se quita la mugre bajo la ducha y elige la ropa con esmero. Pica algo de la nevera, no quiere parecer ansioso por comer cuando estén juntos.

Llega al bar un poco antes de la hora, quiere escoger una mesa con conexión. Se trata de un local de esos que han florecido últimamente, todo luces de led, sillones Chester, decoración casual, ecléctica y falsa, conseguida con elementos comprados por catálogo. Se entretiene revisando los mensajes, su perfil en las redes sociales, el de la chica. Absorto en su pantalla no la ve entrar, ni cómo le busca con la mirada entre la fila de solitarios concentrados en su teléfono. Tampoco la ve mover la cabeza desanimada ni sonreír cuando, por fin, le localiza.

Se han sentado muy juntos, los hombros casi pegados. Tras el saludo inicial y algunos lugares comunes, los dos miran al frente, sin saber muy bien qué decir, desde hace rato. Coge el teléfono de la mesa, sobre todo por hacer algo. Abre el Whasapp y teclea: Eres más guapa que en las fotos. La respuesta no tarda: Tú, tampoco estás mal.

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