PERDONA QUE NO ME LEVANTE

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Los cementerios pueden ser estupendos lugares de paseo que, en estos días, lucen especialmente hermosos, con las tumbas cuidadas, flores frescas por todas partes añadiendo un toque de color a lugares donde el gris de la piedra y el verde de los cipreses son la nota dominante. Hay cementerios famosos y cementerios con famosos que reciben multitud de visitas. Algunas tumbas poseen una belleza difícil de describir y en otras encontramos un epitafio especialmente ingenioso. Famoso y falso es el que se suponía tenía la lápida de Groucho Marx, “Perdonen que no me levante” y que me he permitido copiar para poner título a este cuento sobre visitas y cementerios.

 

 

Cada año, hiciera el tiempo que hiciera, mi madre iba al cementerio la víspera de Todos los Santos y se dedicaba a arreglar las tumbas de los antepasados, abuelos, bisabuelos, tíos, primos, cualquiera con un lazo de sangre enterrado allí recibía su amorosa ración de cuidados. Solía llevar una azada pequeña con la que arrancaba las malas yerbas y delimitaba cuidadosamente el contorno de la tumba; después eliminaba el musgo que hubiera podido crecer en las cruces de mármol, retiraba las flores secas y colocaba otras frescas, nada de plástico. Preparaba los adornos con los crisantemos que, previsoramente, había plantado en el jardín de casa. Estaba claro que en esa visita no había nada improvisado.

A medida que  pasaban los años se añadía alguna tumba a su responsabilidad, aunque eso era ley de vida, supongo. Entre quienes iban muriendo y quienes dejaban de ocuparse de las tumbas de sus familiares, podía decirse que correspondía a mi madre el cuidado de la práctica totalidad del cementerio. Tal vez el ayuntamiento hubiera debido pagarle un sueldo por su trabajo, algo simbólico. O hacer una colecta entre todos los familiares que sabían que sus muertos recibían al menos una visita al año. Ella no se quejaba, nunca se quejaba.

Hacía mucho que había dejado de acompañarla en estos menesteres. No compartía su interés en dejar las tumbas como un jardín francés, con sus parterres y sus crisantemos. Me parecía una pérdida de  tiempo, al fin y al cabo, los muertos no iban a agradecérselo y a los vivos parecía darles igual. Antes discutía con ella por eso, le decía todas esas cosas. Mi madre se limitaba a mirarme como si le estuviera hablando en otro idioma, ni siquiera me respondía, después se iba meneando la cabeza y mascullando por lo bajo que no respetábamos nada. Supongo que, de alguna forma, ya sabía que a ella nadie le arreglaría la tumba.

Mañana es el día de Todos los Santos. Desde la cocina puedo ver el camino que sube hasta el cementerio. Por alguna razón, y de esto me he dado cuenta hace poco, los cementerios suelen estar en un alto, a las afueras de los pueblos. Lo de las afueras lo entiendo, nadie quiere los muertos en la plaza, donde los niños van a jugar, donde encontrarse y saludar a los vecinos, donde poner los puestos el día de mercado; no, los muertos están mejor a una distancia conveniente. Lo que no termino de entender es que los pongan en un alto, cuando sería mucho más fácil transportarlos si estuvieran cuesta abajo, ¿no?.

Desde que enterré a mi madre no he vuelto a subir. Se empeñó en ser enterrada, nada de nichos y mucho menos cremación. Quería reposar bajo tierra, me lo había dicho muchas veces. Yo le picaba, le decía que le iba a incinerar, le hacía rabiar sólo para ver una chispa de vida acudir a sus ojos, aunque fuera provocada por la ira, algo que me recordara que mi madre seguía ahí, bajo esa anciana que pasaba las horas mirando por la ventana con la vista perdida en algo que sólo ella podía ver. Ahora me arrepiento de ello, de esos detalles mezquinos que en el momento no me lo parecían. Me gustaría poder decírselo, pero sé que ya es tarde y además, a ella ya no le importa, como tampoco le importaban a sus muertos los crisantemos que les llevaba.

Hoy he dormido mal. Me despertaba a cada rato tiritando bajo el edredón. Me levanté varias veces comprobando puertas y ventanas porque no paraba de notar una corriente de aire frío en la cara. Creo que tenía fiebre, no lo sé, hasta me pareció escuchar pasos en la planta baja, rebuscando en el armario bajo la escalera, donde mi madre guardaba las herramientas del jardín. A la luz del día nada de la noche parecía tener sentido, la luz entra a raudales por la ventana y el jardín brilla por la escarcha. La puerta bajo la escalera estaba cerrada, las herramientas siguen allí, como ella las había dejado.

Ya sé que no me vas a creer, yo tampoco estoy muy segura de lo que ha pasado. Hoy había decidido subir  al cementerio. Quería llevarle unas flores, no sé, algo simbólico. Tenía algunos crisantemos que ella había dejado plantados y habían florecido de milagro porque a mí se me dan fatal las plantas.  Arranqué unos cuantos, busqué un jarrón bonito, cogí la azada pequeña, me abrigué bien y fui al cementerio. A medida que me acercaba podía entrever algunas tumbas a través de la reja de la puerta y todas estaban cubiertas de flores. Era muy raro, apenas vivíamos media docena de personas en el pueblo y no había oído ruido de coches. No llegué ni a abrir la puerta. Desde fuera se veía todo el cementerio inmaculado, como si un batallón de jardineros hubieran trabajado todo el día. Todas las tumbas estaban perfectas, cada una con sus flores y su tierra libre de maleza. Salí de allí corriendo.

Al llegar a casa tranqué la puerta. Temblaba y no era de frío. Estuve un rato allí apoyada, esperando que mi corazón dejara de dar saltos entre mi pecho y mi boca. Poco a poco el espectáculo del cementerio fue abandonando mis retinas, la respiración dejó de ser la de un conejo asustado, me fui serenando lo suficiente como para notar que en la carrera había perdido las flores y la azada. Ya me daba todo igual, sólo quería olvidar lo que había visto, considerarlo una alucinación provocada por la soledad. Entré en la cocina a prepararme un café. Cuando iba a dar el primer sorbo llamaron a la puerta.

En el umbral estaba mi madre acompañada de mi padre, que había fallecido unos años atrás, más toda una comitiva de familiares, a algunos que ni siquiera reconocía. No tenían muy buen aspecto, un tanto grises y llenos de tierra, aunque para estar muertos no estaban nada mal, la verdad. Mi madre traía la azada en la mano. Creo que me desmayé, aunque podría jurar que antes le oí decir que este año los muertos nos iban a devolver la visita.

Ya te dije que no me ibas a creer. Yo tampoco me lo creo del todo, hasta que veo la azada de mi madre apoyada en el suelo, junto a la puerta.

9 Thoughts on PERDONA QUE NO ME LEVANTE

  1. Realmente hermoso.

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  2. Me ha parecido un relato ameno y curioso .Me ha gustado

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  3. Muy sentido, pero en mi opinión un poco largo. Saludos

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    • A veces las palabras se enredan y los relatos adquieren vida y longitud propia. Gracias!

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  4. Por un momento me recordó los relatos cortos de Mario Benedetti. Lo que espero que resulte un elogio

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  5. Me ha parecido muy real e interesante.

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  6. Muy real y bien redactado. Tal cual

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  7. Está de puta madre

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